En las primeras páginas de Sinceramente, Cristina relata la historia de una carta que José de San Martín le escribió a Bernardo O’Higgins, un 26 de diciembre de 1835, cuando ambos permanecían en el exilio. Esa carta, como si estuviera maldita por su contenido, le fue obsequiada a Cristina por el gobierno ruso -luego de haberla comprado en Nueva York-, y le valió una de las cientas de causas con las que el Partido mediático-judicial viene queriendo amedrentarla desde hace mucho tiempo.
17 de agosto
San Martín: de Libertador a proscripto

El proyecto americano por sobre las ambiciones personales. El exilio antes de poner su sable a disposición de una guerra fratricida. La cruenta ingratitud que le devolvieron las élites de Buenos Aires y el Perú. Qué distinto sería todo si otros políticos hubiesen practicado los mismos renunciamientos que San Martín, Evita y Cristina llevaron adelante por amor al país.
La epístola es por demás elocuente. Desconociendo el paradero de su viejo amigo, San Martín le reclama alguna noticia, bajo la sospecha de que, tal vez, ese encomiable patriota estaría siendo hostigado por sus enemigos en lugar de recibir las honras que merecía. “Como la reciente historia de los nuevos Estados americanos ha demostrado que no solo no saben tributar homenaje a esas virtudes, sino por el contrario ellas son la causa de persecuciones, mis temores se renuevan alternativamente a mis esperanzas”, le dice con lamento.
De Mariano Moreno a Cristina, los servicios a la Patria han sido mal pagados por nuestras clases dominantes, que nunca han dejado de meter saña y dividir las aguas contra quienes se han opuesto a sus inconfesables propósitos. El caso de San Martín es paradigmático, por ser el Libertador de tres países y haber hecho todo tipo de sacrificios en la gran epopeya americana, que rompió las cadenas del yugo español.
Desde la historia oficial se ha querido tallar en mármol al vencedor de Chacabuco y Maipú, pero poco se mencionan los calvarios que tuvo que atravesar por la cruenta ingratitud que le devolvieron las élites de Buenos Aires y el Perú. Colocar en el mismo panteón a Bernardino Rivadavia y San Martín, como hizo Bartolomé Mitre, es una contradicción que no tiene síntesis posible. Apenas unos meses después de sellar el trágico inicio de nuestra deuda externa, Rivadavia le escribía a Manuel García -responsable de negociar el empréstito con la Baring, firmar el tratado de libre comercio con Inglaterra y celebrar un pésimo acuerdo de paz con Brasil-, que “es de mi deber decir a ustedes, para su gobierno, que es un gran bien para este país que dicho general esté lejos de él”.
Luego de haber delegado el mando de las guerras de independencia a Simón Bolívar, San Martín había procurado regresar a Buenos Aires, donde se encontraba enferma su hija. En Mendoza fue advertido por Estanislao López que, de arriesgarse en la antigua capital sin tropas detrás, sería juzgado por un Consejo de Guerra, por razón de sus desobediencias al extinto Directorio.
San Martín tomó nota, pero desistió de derrocar al gobierno porteño. Igual que en 1819 había rechazado las órdenes de Juan Martín de Pueyrredón de abortar la expedición al Perú e involucrar su Ejército en la guerra civil, tampoco deseaba entonces ser el jefe de las montoneras federales en su cruzada contra Buenos Aires, entendiendo que al hacerlo no le quedaría más alternativa que convertirse en dictador. Como ya les había comunicado a López y a José Gervasio Artigas con posterioridad a Cepeda, “mi sable jamás saldrá de la vaina por opiniones políticas”. En su concepto, era incongruente y estúpido derramar sangre entre argentinos mientras no estuviera asegurada la independencia de la Patria. ¡Qué distinto sería todo si otros militares hubiesen seguido su ejemplo! ¡Qué distinto sería todo si otros políticos hubiesen practicado los mismos renunciamientos que San Martín, Evita y Cristina llevaron adelante por amor al país!
Tras una breve estancia en Buenos Aires, San Martín abandonó para siempre nuestro suelo, cargado de improperios y calumnias, que lo trataban de “ambicioso” y “ladrón”, cuando nadie hubo más desinteresado y patriota que él. Al enterarse de la caída de Rivadavia en junio de 1827, puso su espada a disposición del nuevo gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego -antiguo subordinado suyo-, para luchar contra el expansionista Imperio del Brasil. Una década más tarde le haría la misma oferta a Rosas, con motivo del bloqueo francés, que muchos unitarios eligieron apoyar.
Una vez finalizada la guerra, no obstante, San Martín intentó regresar a la Patria. Pero era demasiado tarde. Esperando novedades en la rada de Buenos Aires, recibió la información de que Juan Lavalle -también veterano del Ejército de los Andes-, había destituido y fusilado a Dorrego. Ante el resurgimiento de la guerra civil, Lavalle le propuso asumir la gobernación, porque necesitaba un hombre de suficiente prestigio para impedir el levantamiento de las masas rurales. Con su conducta característica, San Martín volvió a ignorar las pretensiones de los unitarios. Infructuosamente, Eustaquio Díaz Vélez buscó convencerlo de que “aquí no hay partidos, si no se quiere ennoblecer con este nombre a la chusma y a las hordas salvajes”.
Desde las páginas de El Pampero, periódico dirigido por Juan Cruz Varela, uno de los instigadores de la muerte de Dorrego y la sanguinaria represión que le siguió, se acusaba a San Martín de venir a destiempo y de divorciarse de las necesidades del país. Eran las mismas páginas en las que, después del crimen de Navarro, había escrito Varela: “La gente baja ya no domina, y a la cocina se volverá”. “Sería yo un loco si me mezclase con esos calaveras”, confesó San Martín, según cuenta Tomás Iriarte en sus memorias. Luego de casi tres meses en Montevideo, el prócer volvió a escoger el camino del exilio, aunque nunca perdió interés por los devenires de su Patria.
“¡Tanta gloria y tanto olvido! ¡Tan grandes hechos y silencio tan profundo”, expresó Domingo Faustino Sarmiento al visitarlo en Francia. No podía comprender cómo le había legado su sable corvo a Juan Manuel de Rosas, tras la batalla de Vuelta de Obligado. De un proscripto a otro proscripto. Cristina, que lo restituyó al Museo Histórico Nacional, que erigió feriado el 20 de noviembre, que también defendió a la Argentina de la voracidad de los buitres extranjeros, es víctima de la misma represalia y del mismo odio. En una extensa carta a Tomás Guido, reflexionaba San Martín aquel año de 1829 que:
“partiendo del principio de ser absolutamente necesario el que desaparezca uno de los dos partidos contendientes, por ser incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública, ¿será posible que sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos, y cual otro Sila cubra mi Patria de proscripciones? No, jamás, jamás; mil veces preferiré envolverme en los males que la amenazan, que ser yo el instrumento de tamaños horrores (...) mi presencia en el país en estas circunstancias, lejos de ser útil no es más que embarazosa: para los unos, objeto de continua desconfianza; para otros, de esperanzas que deben ser frustradas; y para mí, de disgustos permanentes”.
Dieciséis años más tarde, le explicaba al mismo interlocutor: “Usted sabe que yo no pertenezco a ningún partido; me equivoco: yo soy del Partido Americano”. En idéntica línea, planteaba Cristina el 18 de noviembre de 2022, en el Estadio Único de La Plata: “La Argentina necesita militantes, de ningún partido político sino de la Argentina, de su pueblo, de sus trabajadores, de sus científicos, de sus intelectuales”.
¿Qué mejor homenaje al General San Martín, del que prontamente estaremos recordando sus 250 años? Tal vez sus mayores anhelos no se han cumplido, tal vez sus grandes esperanzas han sido proscritas por los mismos que lo quieren petrificado en los monumentos, tal vez tengamos la siempre vigente tarea de recoger su sable y continuar las batallas terrenales y celestiales que él empezó. Como cantó Leopoldo Marechal en el marco del Centenario que organizó el presidente Juan Domingo Perón, año de nacimiento de Néstor Kirchner:
“Ya vino hasta nosotros
el héroe de la pena.
Fructificó en su historia
la gran lección del justo:
disminuir en tierra
para ganar en cielo.
San Martín ha triunfado
negándose. ¡Aleluya!”