El sábado 26 de julio de 1952 la tristeza se respiraba en el aire. Millones de argentinos y argentinas estaban pegados a sus radios para ser informados del estado de salud de su querida Evita. Su rostro aparecía en estampitas, su nombre era motivo de oraciones en todos los rincones de la patria. En cada barrio se levantaba un altar, en cada barrio se organizaba una misa para rezar por ella. Cuando esa noche húmeda y encapotada el locutor oficial comunicó que a las 20:25 hs la Jefa Espiritual de la Nación había pasado a la inmortalidad, el pueblo descamisado entró en llanto. Tenía 33 años, la edad de Cristo al ser colgado en la cruz.
26 de julio
Evita, la mística del pueblo

El fuego sagrado de Evita sigue ardiendo en cada lucha del campo popular. Honrarla es militar su mística y levantar su nombre como bandera. A 73 años de su paso a la inmortalidad, hoy nos guía su ejemplo para liberar a Cristina.
Durante dieciséis largos días, filas interminables de hombres y mujeres, que cubrían varios kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, esperaban su breve y eterno momento para poder despedirla y agradecerle. Su cuerpo, velado en el Ministerio de Trabajo y Previsión Social en una capilla ardiente, parecía el cuerpo de una mártir, que dejó todos los jirones de su vida en la imperecedera causa del pueblo. En los hogares más humildes, para incomodidad de las jerarquías eclesiásticas, Evita era canonizada como una santa. El 10 de agosto, después de trasladar el funeral al Congreso de la Nación, sus restos fueron a descansar a la sede de la Confederación General del Trabajo, donde sería embalsamada. Dos millones de personas acompañaron físicamente la ceremonia. En aquel entonces, esa cantidad representaba más del 25% del país.
Pero no todos compartían el mismo pesar. Los gorilas, que en medio de su agonía pintaban “viva el cáncer” en las paredes, no pudieron apaciguar su odio cuando Evita murió. Una vez derrocado Perón, antes incluso de decretar su proscripción, reemplazaron los altares por hogueras, para quemar todo lo que recordara su ejemplo y borrar de la faz de la tierra el amor que el pueblo sentía por Eva. Mientras remataban y confiscaban sus bienes y desmantelaban la inmensa obra de la Fundación que llevaba su nombre, el 6 de diciembre de 1955 el dictador Pedro Eugenio Aramburu derogó la ley que la reconocía como “Jefa Espiritual de la Nación”. No casualmente la rancia oligarquía eligió esa fecha para condenar a Cristina en 2022. Para sorpresa de nadie, los pasos procesales de la causa reprodujeron el mismo patrón: el fiscal Luciani dio su alegato el 22 de agosto, cuando se cumplían 50 años de los fusilamientos de Trelew; los jueces publicaron los fundamentos de la condena un 9 de marzo, en homenaje al día en que salió en el Boletín Oficial el decreto de proscripción al peronismo, y las confirmaciones de la sentencia sucedieron un 13 de noviembre-asunción de Aramburu- y un 10 de junio-fusilamientos de José León Suárez-.
No casualmente la rancia oligarquía eligió esa fecha para condenar a Cristina en 2022.
Sin embargo, eso no fue lo peor. Apenas dos semanas antes, el 22 de noviembre de 1955, un grupo de oficiales se llevó el cadáver de Evita de la CGT y lo mantuvo secuestrado y desaparecido por dieciséis años, en venganza por los dieciséis días en los que el pueblo demostró su lealtad y apego incondicional. Más de medio siglo después, el gorila de Luciani exigió doce años de cárcel para Cristina en el marco de la causa trucha “Vialidad”, en evidente represalia por los doce años de la Década Ganada. Rodolfo Walsh escribió un estremecedor relato, titulado “Esa mujer”, para graficar el miedo abismal y paranoico que les producía Eva a los sectores privilegiados. No está muy lejos de lo que sucede hoy. Los tiene aterrados el cuerpo de una mujer.
Evita pagó con su cuerpo sufrimientos inimaginables, pero resucitó en un cuerpo colectivo que involucraba a millones de almas. Es que Evita fue la mística del pueblo. Porque creía fervorosamente en él, porque quemó su vida en la reparación de injusticias, en abrazar a los rotos, en devolver la esperanza. Pero también era el nombre y la imagen que condensaba esa mística en el seno del pueblo peronista, esa mística que lo mantuvo unido espiritualmente en medio de las persecuciones, la violencia y el desprecio con los que se descargaba esa cruenta minoría que no podía soportar haberlo visto feliz.
No está muy lejos de lo que sucede hoy. Los tiene aterrados el cuerpo de una mujer.
El tiempo de la proscripción fue un tiempo de catacumbas, donde el movimiento tuvo que reconstruirse de abajo para arriba, de manera silenciosa, repleta de presiones y amenazas, con el heroísmo anónimo de quienes no se rinden ni se quiebran en aquellos momentos en los que el mundo aparenta volvérseles en contra. Para muchos, el sacrificio de Eva fue el aliciente que les recordó por qué no tenían que bajar los brazos, a pesar de las mil y un dificultades que les deparaba la época. Decía Evita que “el fanatismo es la sabiduría del espíritu” y fue precisamente de fanatismo el mensaje que transmitió a todas las generaciones con su testamento político.
Por eso no se entiende que algunos que se dicen peronistas, que tienen en sus despachos retratos de Eva Perón o la homenajean en tradicionales liturgias, sean los primeros en hacer culto del acuerdismo con un gobierno que endeuda y hambrea a la gente y que representa el programa de destrucción y miseria planificada de las clases dominantes del país y el extranjero, y que se podría resumir como el enésimo intento por hacer desaparecer cualquier vestigio de la Argentina que transformaron Perón y Evita y, en nuestro siglo, Néstor y Cristina.
Ahora es la generación presente la depositaria de la mística que encarna y propaga el nombre de Eva. Una mística que el movimiento nacional y popular no debe apagar jamás. Una mística que es la razón de nuestra vida. Una mística que nos envalentona en la lucha y nos orienta al caminar. Una mística sin la cual vencer al tiempo es imposible. Una mística con la cual los imposibles no existen. Cuando la distancia entre Eva y Perón era insalvable, el pueblo se autoconvocó un 17 de octubre para salvar a su conducción. Así nació el peronismo hace casi ochenta años. Cuando no había rastros del cuerpo de Eva y Perón parecía condenado a morir en el exilio, la lucha popular hizo justicia y restituyó a ambos a la patria.
Ahora es la generación presente la depositaria de la mística que encarna y propaga el nombre de Eva.
Tenemos entonces la responsabilidad absoluta de convertir la gratitud en esperanza y liberar a Cristina para que esa Argentina que perdimos hace diez años no sea ya mera expresión de nostalgia sino el piso innegociable desde el que decidimos construir y soñar. Nunca menos: que un puñado de derrotistas no nos quieran convencer de lo contrario. Será con la bandera de Evita flameando en cada movilización. Será llevando su ejemplo y su fuego sagrado en el corazón. Será militando por amor al pueblo y de la mano del pueblo, como ella nos enseñó; será dando la vida por Cristina, como ella la dio por Perón. Siempre con el deber de vencer:
“Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria. Yo sé que Dios está con nosotros, porque está con los humildes y desprecia la soberbia de la oligarquía. Por eso, la victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Mis descamisados: yo quisiera decirles muchas cosas, pero los médicos me han prohibido hablar. Yo les dejo mi corazón y les digo que estoy segura, como es mi deseo, que pronto estaré en la lucha, con más fuerza y con más amor, para luchar por este pueblo, al que tanto amo, como lo amo a Perón.”